Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea (Conde de Aranda)

 

El futuro conde de Aranda nació en Siétamo (Huesca), el 1 de septiembre de 1719, en el seno de una ilustre familia nobiliaria. Su padre, nacido en Zaragoza, era Pedro Ventura de Alcántara Abarca de Bolea, marqués de Torres, duque de Almazán y conde de las Almunias, títulos a los que añadiría en 1723 el de IX conde de Aranda. Su madre, María Josefa López de Mendoza, Pons y Bournonville, natural de Barcelona, era hija de los condes de Robres y marqueses de Vilanant. Pedro Pablo recibió la primera educación en Zaragoza con los jesuitas, a los que su madre tenía un especial afecto y devoción. A los nueve años, su padre, que se dirigía a tomar el mando del Regimiento Inmemorial de Castilla, se lo llevó a Bolonia. En 1734, lo ingresó en el Colegio de Nobles de Parma regentado por la Compañía de Jesús. En 1736 se escapó del colegio para alistarse en el ejército español que combatía en Italia, pasando a luchar junto a su padre con el encargo de rescatar para el infante Carlos el ducado de Parma. Sin embargo, la Paz de Viena de 1737 acabó otorgando al infante la corona del reino de las Dos Sicilias, con lo que el conde de Aranda pudo regresar a España. Su hijo le seguiría una vez concluidos sus estudios de humanidades y arte militar. Conoció a su esposa Ana María del Pilar Fernández de Híjar, hija del VIII duque de Híjar y Grande de España, con quien se había casado por poder en 1739.

En 1740, a los veintiún años, el joven Aranda, fue nombrado capitán de Granaderos del 1.er Batallón del Regimiento de Infantería Inmemorial de Castilla (del Rey) del que era coronel su propio padre. Simultáneamente, Felipe V le concedió el grado de coronel de infantería en atención a sus méritos. En 1741, declarada de nuevo la guerra de Italia, se embarcó el joven duque en Barcelona, y, al fallecer su padre dos meses después, se le dio el mando de su regimiento. Al frente del mismo participó en la campaña de Italia a las órdenes de Montemar y luego de Gages. Fue herido en la batalla de Campo Santo en 1743 en la que los españoles se enfrentaron a los austríacos. Quedó por todo un día entre un montón de cadáveres hasta que le salvó su asistente. Felipe V le concedió entonces el empleo de brigadier del Ejército, en premio a su heroico comportamiento. Regresó a España para reponerse, y una vez restablecido de sus heridas volvió a Italia hasta el término de la campaña, participando, en 1745, en la batalla de Plasencia y poco después en la Fidone o San Lorenzo, y en los sitios de Larrabal, Tortona, Valencia del Po y Casale de Monferrato. En recompensa de estos servicios, Felipe V le otorgó en 1746 el título y la llave de gentilhombre de la Real Cámara. Al año siguiente, reinando ya Fernando VI, fue nombrado mariscal de campo. La Paz de Aquisgrán de 1748 ofreció nuevos horizontes a la actividad del conde de Aranda, residiendo en su casa de Zaragoza, se dedicó a la administración de sus posesiones, al tiempo que emprendía una serie de viajes por Francia y el centro de Europa encaminados a ilustrarse y aumentar sus conocimientos de militar y artillero; paralelamente, enriqueció sus conocimientos económicos. Visitó fábricas y centros comerciales en la ciudad alemana de Meissen, famosa por su porcelana, obteniendo datos encaminados a mejorar su fábrica de loza y porcelana de Alcora.

Al regresar a España en 1755, fue ascendido, con treinta y seis años, a teniente general. Pocas semanas después, el rey Fernando VI le confió la embajada de Lisboa, ciudad que, el día de Todos los Santos, había sufrido un terrible terremoto que destruyó la mayor parte de la ciudad, pereciendo el embajador de España, conde de Peralada, en el palacio de Calhariz, sede de la embajada española, que quedó completamente arruinado. Su breve estancia en Lisboa trajo consigo en 1756, la imposición del collar de la Orden del Toisón de Oro. También ese mismo año, fue nombrado director general de Artilleros e Ingenieros y coronel del Regimiento de Artillería, encontrando, desde el primer momento un rechazo manifiesto. Aranda prestó especial atención en vigilar las fundiciones y la fabricación de la pólvora y el calibre de las balas, organizando la artillería en cuatro departamentos, fundó la Real Sociedad Militar de Matemáticas y unificó las múltiples y diferentes escalas empleadas en mapas, cartas y planos. Ligado a la ingeniería estaba la arquitectura, donde expresó sus inquietudes a través de la Real Academia de Nobles Artes de San Fernando, de la que fue nombrado consiliario.




Debido a que sus relaciones con el ministro Eslava no se arreglaban, el 24 de enero de 1751 pidió al rey se retirado del puesto de director general de Artillería e Ingenieros, así como del mismo Ejército. Algo que le fue aceptado cuatro días después. Se retiró a sus tierras de Aragón y allí permaneció hasta que, en octubre de 1759, llegó a España el nuevo rey, Carlos III, el cual, camino de Madrid (había desembarcado en Barcelona) se detuvo en Zaragoza. Poco después, en marzo de 1760, el rey volvió a incorporarlo al Ejército con el grado de teniente general con el mismo sueldo y antigüedad anterior. Dos meses después, fue nombrado embajador extraordinario ante el rey de Polonia y elector de Sajonia, Augusto III, suegro de Carlos III. Visitando Aranda la ciudad de Dantzig, en su calidad de embajador, se firmó el Pacto de Familia de 1761.

Los primeros años del reinado de Carlos III registraron un abierto enfrentamiento entre España y Portugal, derivado de las diferentes políticas de alianzas de ambos países. Declarada la guerra y ante la desafortunada actuación del ejército español que dirigía el marqués de Sarriá, fue llamado con carácter de urgencia el conde de Aranda, que dejó la Corte polaca para ponerse al frente del ejército español en Portugal. Las hostilidades con Portugal quedaron en tablas, siendo lo más grave la pérdida de La Habana en 1762, conquistada por los ingleses. La Paz de París en 1763 puso fin a la Guerra de los Siete Años, considerada como el primer conflicto mundial de los tiempos modernos. Ese mismo año, un real decreto ordenaba que un tribunal militar, presidido por el conde de Aranda, examinara y juzgara la conducta militar de Juan Prado, gobernador de La Habana, así como la de otros altos oficiales encargados de la defensa de la isla de Cuba contra el ataque inglés. Tras un año de deliberaciones, el tribunal condenó a muerte a los responsables, si bien el Rey les perdonó la vida. Durante el proceso, Aranda fue ascendido a capitán general, con cuarenta y cuatro años. A raíz del Tratado de Versalles, España recuperaba Cuba, a cambio, Gran Bretaña recibía la península de la Florida; España aumentaba la Luisiana con la zona perteneciente a Francia. A partir de entonces Cuba se convirtió para Aranda en el centro de sus preocupaciones coloniales, siendo nombrado para el Gobierno superior político de Cuba el teniente general Ambrosio de Funes y Villalpando y Abarca de Bolea, conde de Ricla, primo hermano de Aranda, junto con quien había combatido en las campañas de Italia y en la guerra de Portugal. Durante los dos años de mandato, se reconstruyeron las fortalezas que rodeaban La Habana, se levantaron otras nuevas y se reorganizó la política y administración. Ricla siguió el plan elaborado por Aranda.

Al morir Manuel de Sada y Antillón, Aranda recibió el nombramiento de capitán general de los reinos de Valencia y Murcia, y, paralelamente, fue nombrado gobernador del reino de Valencia y presidente de su Audiencia. Estos nombramientos fueron considerados como un ostracismo, ya que el marqués de Esquilache, en el culmen de su privanza, no quería tener cerca a nadie que pudiera hacerle sombra. Durante su breve estancia en Valencia, se preocupó de mejorar el buen funcionamiento de la Audiencia valenciana, la reglamentación del servicio de aguas, la supresión de abusos cometidos con motivo de la inmunidad local, la represión de la holgazanería, la inspección de acuartelamientos y defensas marítimas, y la colonización del Monte de las Águilas, en Murcia y fundación de la ciudad homónima de Águilas.

En 1766, a raíz de los motines contra Esquilache, Aranda era llamado de nuevo a Madrid, nombrado presidente del Consejo de Castilla, en sustitución del obispo Rojas, para poner orden en la Villa y Corte de la que el rey había huido refugiándose en Aranjuez, también fue nombrado capitán general de Castilla La Nueva. El célebre motín contra Esquilache fue aprovechado por el duque de Alba, en unión del padre Osma —confesor del Rey—, Grimaldi, Roda y Campomanes, para persuadir al monarca para que actuara contra la Compañía de Jesús. Como consecuencia se produjo, en 1767, la expulsión de los jesuitas, acusados en el Dictamen Fiscal de Campomanes de ser sus causantes. Hoy, gracias a los papeles que Campomanes se guardó en su archivo familiar, conocemos quiénes fueron los verdaderos artífices de la expulsión, y el principal de ellos, fue el propio Campomanes, quien no dudó en manipular las pruebas con falsos testigos, manejar el Consejo Extraordinario, manteniendo aislado a su presidente, el conde de Aranda, sospechoso de parcialidad a favor de los jesuitas; aunque su papel se limitó en calidad de supremo magistrado del reino y comandante general del Ejército y Policía, a poner en práctica una resolución que se estaba preparando en Madrid tiempo antes de que él fuera llamado a la Corte.




En los siete años (1766-1773) que fue presidente del Consejo de Castilla intervino contra los eclesiásticos que, abandonando sus parroquias y residencias, se hallaban en la Corte sin otro empleo que solicitar beneficios y prebendas, obligándolos a reintegrarse a sus respectivos domicilios canónicos. Prohibió y persiguió el exceso de mendigos, vagabundos y maleantes que infestaban las calles de Madrid. A él se debe la Instrucción general para la iluminación de la Villa y Corte; dividió Madrid en ocho cuarteles con sus barrios cada uno; creó la institución de los serenos nocturnos, y la de los diputados y síndicos personeros del común de los pueblos, con vistas al abastecimiento de los mismos y un mayor control de los ayuntamientos; organizó bailes de máscaras en los teatros del Príncipe y de los Caños del Peral de Madrid; mandó construir los teatros de los Reales Sitios de Aranjuez, El Escorial y La Granja como teatros experimentales; intervino en la creación del actual Jardín Botánico de Madrid, así como en el trazado del paseo del Prado; favoreció a escritores como Iriarte, Cadalso y Fernández de Moratín, y a pintores como Mengs y Bayeu, entre otros.

En 1769 partió a sus posesiones en Épila, donde se interesó por su fábrica de loza fina de Alcora, siendo el primer industrial español que implantó entre sus obreros la jubilación retribuida. A su regreso a Madrid y al pasar por el Real Sitio de San Ildefonso, el rey le nombró consejero extraordinario del Comité encargado del problema político planteado por las islas Malvinas, y miembro de la Junta encargada de planificar el “Plan de contribución única”, que no llegaría a ponerse en vigor. Se agudizaron los enfrentamientos con Grimaldi y los fiscales Moñino y Campomanes, a los que se unieron eclesiásticos y nobles que deseaban su caída sobre todo a raíz de la puesta en marcha del Plan Beneficial de las iglesias de España que pretendía la ordenación beneficial y que supuso tener que cargar con el odio de algunas gentes.

El conocido como “partido aragonés”, término acuñado por Coxe y Olaechea, estaba constituido por Aranda y unos cuantos, de sus partidarios, siendo un nuevo capítulo de su interés por el control del poder de la Corte y la pugna entre ministros. Aranda sustituyó en París a su yerno, el conde de Fuentes, siendo víctima de la política de Grimaldi, quien mantuvo a su embajador. Aranda no disimulaba la antipatía que sentía por el genovés, ya que le tenía por un ministro inepto y holgazán y en total desacuerdo con su política profrancesa. En el aspecto militar, Aranda se puso de manifiesto durante su embajada de París con ocasión de la desastrosa expedición española a Argel de 1775 dirigida por el irlandés O’Reilly. Gibraltar y la colonia del Sacramento centraron también su atención, pero donde se vio más involucrado fue a raíz de la guerra de independencia de las Trece Colonias americanas, debido a su intervención personal en el tratado de Paz de Versalles de 1783 entre España e Inglaterra, centrado en la recuperación de Menorca y de la Florida oriental, aunque Gibraltar quedó fuera ante la intransigencia de Inglaterra. Las negociaciones de paz se vieron complicadas por la actitud de Floridablanca —sustituto de Grimaldi— enfrentado al Gobierno de Inglaterra. La rebelión de las Trece Colonias despertó en Aranda, una vez más, el temor de que la América meridional se escapara de las manos de España siguiendo el ejemplo del Norte. En este sentido, envió a Carlos III una Memoria secreta en la que manifestaba sus temores.

Aranda, que había dejado en España a su esposa, creyó llegado el momento de solicitar el regreso, ya que se encontraba gravemente enferma sin esperanzas de curación. Pero antes de llegar a Madrid supo de su fallecimiento el 24 de diciembre de 1783 de su querida Ana María del Pilar. Aranda, muertos sus tres hijos y su único nieto varón, se había quedado sin herederos, por lo que no dudó en casarse de nuevo apenas unos meses después de enterrar a su primera esposa, con su sobrina nieta de diecisiete años María Pilar Fernández de Híjar y Palafox. Aranda tenía sesenta y cinco años. Finalmente, en vísperas de la Revolución Francesa, consiguió en 1787 el permiso necesario para su definitivo regreso a España. Desde ese año hasta finales de febrero de 1792, en que fue destituido Floridablanca, no volvió a ocupar cargos públicos. El fallecimiento de Carlos III el 14 de diciembre de 1788 y la llegada al trono de Carlos IV supuso un cambio notable, puesto que, la caída de Floridablanca, la exoneración de Campomanes, el ascenso de Godoy, el cada vez mayor influjo de la reina María Luisa culminaron con el nombramiento de Aranda, en 1792, de decano del restituido Consejo de Castilla y primer secretario de Estado. Su actividad política se centró en la situación internacional planteada por la Revolución Francesa, que traería consigo la declaración de guerra entre España y la Convención francesa (Guerra de los Pirineos entre 1793-1795), y que sirvió para que el conde pusiera de manifiesto su arraigado espíritu militar. A pesar de su oposición a una guerra para la que creía que España no estaba preparada, y de la que no podían sacar ventaja, sino más bien perjuicios, derivó en un duro enfrentamiento con el valido Godoy y con el propio Carlos IV que tuvo como consecuencia su inmediata destitución en 1793), así como su destierro a Jaén, incomunicación y posterior proceso y prisión en la Alhambra. En 1795, se le permitió retirarse a su casa-palacio de Épila, dedicándose a la administración de sus posesiones y a colaborar con la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País, hasta su muerte el 9 de enero de 1798. Su cadáver, por expreso deseo suyo, fue trasladado y enterrado en el Real Monasterio de San Juan de la Peña (Huesca).

 

La Casa y título de Aranda pasaron a la de Híjar y posteriormente a la Casa de Alba que es la que hoy día ostenta el título de conde de Aranda.

Ramón Martín


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