Tomás de Zumalacárregui e Imaz
Tomás
de Zumalacárregui e Imaz, nació en Ormaiztegui (Guipúzcoa), el 29 de diciembre
de 1788. Era el penúltimo de los catorce hijos del escribano real y acaudalado
propietario, Antonio Zumalacárregui, y de María Ana de Imaz Altolaguirre. Antes
de cumplir los cuatro años, quedó huérfano de padre, y a los cinco comenzó a
asistir a la escuela; a los trece, abandonó el domicilio familiar y se
estableció en Idiazabal, donde trabajó con un primo escribano. Tres años más
tarde, se trasladó a Pamplona para instruirse en la curia eclesiástica. Allí se
alojó en casa del procurador Francisco Javier de Ollo, donde conoció a su hija
Pancracia, con quien se casaría en 1820. Al producirse el alzamiento contra los franceses, al igual que otros
jóvenes navarros, se dirigió a Zaragoza para colaborar en los dos Sitios de Zaragoza, cayendo prisionero de
los franceses el 31 de diciembre de 1808, y fugándose unos días más tarde,
donde se incorporó a la partida de Gaspar de Jáuregui (el Pastor), donde ejerció
como su secretario y lugarteniente, combatiendo en numerosas acciones. A
principios de abril de 1810, se incorporó al primer regimiento de infantería de
Guipúzcoa, donde combatió hasta el fin de la guerra. En 1812 fue comisionado
por el general Mendizábal para ir a Cádiz con diversos documentos. Es posible
que la designación fuera debida a que su hermano Miguel era diputado por
Guipúzcoa. Allí tuvo ocasión de conocer las Cortes de Cádiz.
Ascendido a capitán, tras la batalla de San
Marcial, quedó de guarnición en San Sebastián donde estudió táctica y
estrategia militar. Allí pasó a mandar una compañía del regimiento de Borbón, y
disuelto este en 1818 se incorporó al de Vitoria. En marzo de 1821, se le
destinó al de las Órdenes Militares, en Zamora, y al producirse el alzamiento
realista de Navarra a finales del mismo año fue trasladado a Pamplona. A
principios de 1822 se puso en contacto con los generales absolutistas Eguía y
Quesada, para entregar, si era posible, aquella plaza a los realistas, o pasarse
con la mayor parte de la fuerza que le fuere posible. Su actividad le hizo
sospechoso a varios compañeros, que le denunciaron por desafección al sistema.
Por lo que se le separó del mando y se le ordenó trasladarse a Vitoria,
aprovechando para incorporarse a las partidas realistas. Nada más incorporarse,
Zumalacárregui fue puesto al mando del segundo batallón de la división de
Navarra, donde permaneció hasta que fue disuelto una vez acabada la guerra.
Siendo ascendido a coronel en el transcurso de
la campaña, encontró problemas para revalidar su grado, pues el inspector
general de infantería opinaba que, sus servicios quedarían recompensados con el
nombramiento de primer comandante. Finalmente, el 9 de agosto de 1824 se le
reconoció el grado de teniente coronel. Disuelta la división de Navarra,
recibió el encargo de formar, con los que quisieran continuar en el ejército, un
batallón de infantería ligera, a partir de marzo de 1824, consiguiendo reunir
quinientos hombres. Curiosamente, Zumalacárregui, no fue destinado a esa unidad
que acababa de formar, sino que fue trasladado al regimentó de infantería
Cazadores del Rey, en Huesca. A principios de 1828 pasó al regimiento del
Príncipe, en Zaragoza, cuyo coronel le encargó de la instrucción de la tropa,
donde se distinguió notablemente. Al pasar por Zaragoza Fernando VII, de regreso de Cataluña,
vio evolucionar el regimiento, lo que se tradujo en el ascenso a coronel de
Zumalacárregui, entregándosele el mando del regimiento ligero de voluntarios de
Gerona el 1, en febrero de 1829. El 16 de marzo siguiente se le comisionó para hacerse
cargo de los cuerpos de inválidos del reino de Valencia, consiguiendo que sus
tropas destacaran por su habilidad en la instrucción. En diciembre de 1829 participó
con su regimiento a la parada celebrada con motivo de los esponsales de
Fernando VII y María Cristina de Borbón, siendo el único de
los coroneles presentes que no fue ascendido a brigadier, lo que le molestó
extraordinariamente.
Nombrado coronel de regimiento de Extremadura,
en Ferrol, fue designado gobernador de plaza por el teniente general Nazario
Eguía, capitán general de Galicia. Se trataba del primer gobernador procedente
del ejército de tierra que tenía la plaza en el siglo XIX, lo que dio lugar a
fricciones con el brigadier Roque Guruceta. Allí tuvo que hacer frente a la
partida de bandoleros de Sopiñas, entre cuyos miembros no faltaban personas de
gran renombre y consideración social. Zumalacárregui dividió sus tropas en cuarenta
y dos pelotones, procediendo al arresto de los principales implicados. El 20 de
octubre de 1832, como consecuencia de una denuncia presentada al brigadier
Guruceta, por la que se anunciaba que Zumalacárregui se iba a sublevar al día
siguiente en contra de la sucesión femenina, las tropas se pusieron sobre las
armas. La situación se resolvió sin incidentes, aunque sirvió de pretexto al
nuevo capitán general de Galicia, Morillo, para separar del Gobierno de El
Ferrol a Zumalacárregui, el cual consideró que tanto los incidentes como su
cese se debieron a los manejos de los bandidos a los que había perseguido. Tras
una entrevista mantenida con Morillo, éste pareció quedar convencido de su
inocencia, por lo que le repuso al frente de su regimiento, pasando de
guarnición a Vigo. Pero, cuando se hallaba organizando el traslado se le
comunicó su paso al regimiento de África, medida que le indignó sobremanera por
relacionarla con los incidentes anteriores. El general Llauder, inspector de
infantería, revocó el nuevo nombramiento, y como se unieron nuevos informes
alarmantes remitidos por Morillo, se le dejó sin mando.
Entre diciembre de 1832 y abril de 1833, permaneció en Madrid esperando se aclarasen los mencionados sucesos. Nombróse a Quesada nuevo inspector de infantería, y Zumalacárregui se presentó, de inmediato a su antiguo jefe, pero le encontró frío y distante, Quesada le comunicó que tenía instrucciones de no darle ningún mando. Durante su estancia en la capital mantuvo una entrevista con don Carlos, a quien contó la persecución de que era objeto, y a cuya disposición se puso, comunicándole pensaba establecerse en Pamplona. Al llegar a Navarra, entró en contacto con el brigadier Eraso y el coronel Sarasa, que estaban coordinando el levantamiento que habría de producirse cuando falleciera Fernando VII. Tan pronto tuvo noticia de la muerte del monarca, vistió su uniforme, decidido a proclamar en la Plaza del Castillo a Carlos V, pero fue disuadido por sus familiares, quedando a la espera de recibir instrucciones para unirse a las filas legitimistas, pero al no llegar estas, se puso en contacto con Eraso, que tras el fracaso del alzamiento, se había visto obligado a pasar a Francia. Éste le invitó a unirse a las filas legitimistas, al tiempo que recibió otra misiva del general Uranga, sublevado en Salvatierra, en que le pedía se incorporase a sus filas. Zumalacárregui abandonó Pamplona el 1 de noviembre y el día 5 se presentaba al coronel Iturralde, que en ausencia de Eraso se había hecho cargo del mando de los carlistas navarros. Cuando se disponía a marchar a Vitoria para aceptar el ofrecimiento de Verástegui, Sarasa y otros oficiales mandaron formar las tropas y Sarasa les dio a conocer el nombramiento de Zumalacárregui como comandante general interino de Navarra. Mientras Iturralde aceptaba ser segundo de Zumalacárregui.
A causa de la ofensiva isabelina de noviembre
de 1833, con la conquista de Bilbao y Vitoria, hizo que muchos se replegaran
sobre Navarra, y el 7 de diciembre las diputaciones vascas colocaron sus
hombres bajo las órdenes de Zumalacárregui, aunque éste prefirió que los
batallones de cada provincia continuaran haciendo la guerra en su patria, reuniéndose
solamente para aquellas empresas que lo hicieran necesario. Evitó, con sumo
cuidado, los enfrentamientos con el enemigo hasta que consideró que sus tropas estaban
preparadas para hacerle frente. El 29 de diciembre, presentó batalla en Nazar y
Asarta, y a pesar de ceder el campo sus tropas se condujeron con el mayor
orden, batiéndose de igual a igual con las de Isabel II.
Zumalacárregui escogió el valle de la Amézcoa
como base de operaciones, por estar situado a tres leguas de Estella y
Salvatierra y seis de Vitoria, con pocos accesos y fácilmente defendibles, siendo
además capaz de sostener con su ganadería y agricultura a sus tropas. Tras
asegurar los valles pirenaicos que permitían la comunicación con Francia, se dirigió
a la fábrica de armas de Orbaiceta, apoderándose de 200 fusiles, 50.000
cartuchos y un cañón. El caso tuvo tanta relevancia que llamó la atención del
general Valdés, jefe del ejército del Norte, el cual, al frente de cinco o seis
mil hombres emprendió la persecución de Zumalacárregui, que le presentó batalla
en La Huesa, siendo desalojado de sus posiciones, pero sin sufrir graves
pérdidas. El 18 de febrero, de noche, atacó por sorpresa a las tropas de Oraá,
que se encontraban acantonadas en Urdaniz y Zubiri, lo que sirvió para aumentar
su prestigio. El 22 de febrero de 1834 el general Quesada se hizo cargo de las
fuerzas cristinas que combatían en el Norte. Era el escenario de sus antiguas
correrías como jefe realista, teniendo que enfrentarse a los mismos que durante
el Trienio Liberal
habían estado a sus órdenes. Consciente de su ascendencia sobre algunos jefes
carlistas, y utilizando a Miguel de Zumalacárregui, inició conversaciones de
paz ofreciendo a los sublevados deponer las armas a cambio de la libertad. Esperando
una respuesta, se ofreció una tregua, aceptada por Zumalacárregui, que le
sirvió para ganar tiempo. El 7 de marzo, respondió a Quesada rechazando sus
proposiciones. Eso no impidió que reuniera a sus oficiales tal y como estaba
previsto y les preguntara su opinión, que fue unánime a favor de los derechos
de don Carlos. Quesada, considerándose burlado proclamó un bando con fuertes
medidas contra los legitimistas y los que colaborasen con ellos.
El 16 de marzo, Zumalacárregui atacó Vitoria,
pero la guarnición rechazó el ataque fusilando a varios de los prisioneros
obtenidos, razón por la cual los carlistas fusilaron a 118 “peseteros”
que habían sido capturados cuando acudían a socorrer la ciudad. El 29 de marzo derrotó
a Lorenzo en Abárzuza, y el 9 de abril atravesaba el Ebro y penetraba en
Calahorra, logrando regresar a sus bases a pesar de la persecución de los
isabelinos. El 22 de abril se batieron en Alsasua, las fuerzas de
Zumalacárregui y Quesada, que hubo de retirarse con grandes pérdidas. Una
incursión de Quesada en las Améscoas, a finales de abril, concluyó con el
ataque nocturno de los carlistas a sus cantones. Quesada trató de dar un golpe
de efecto apoderándose de la Junta Carlista de Navarra, establecida en
el Baztán, pero esta fue advertida y hubo de hacer frente al acoso de las
tropas de Zumalacárregui. Solicitó, Quesada, el apoyo de las tropas acuarteladas
en Pamplona, pero los legitimistas les presentaron batalla en Gulina, teniendo
que retirarse en buen orden al consumir sus municiones.
Consumada la derrota de don Miguel en Portugal,
las tropas españolas que allí combatían al mando de Rodil pudieron dirigirse al
Norte. La situación era crítica, y Zumalacárregui estaba convencido de que, de
no recibir armas y dinero tan sólo cabía sucumbir con honor. El 8 de julio
Rodil, al frente de diez mil hombres de refuerzo, se hizo cargo del ejército
del Norte. No recibió Zumalacárregui las armas y el dinero que necesitaba, pero
si el refuerzo del propio don Carlos, que había logrado fugarse de Inglaterra.
Rodil, mandó parte de sus tropas en persecución de Zumalacárregui, mientras él,
en persona, perseguía a don Carlos, sin otro resultado que cansar a sus tropas.
Por su parte, el 19 de agosto Zumalacárregui sorprendía en las Peñas de San
Fausto a la columna del barón de Carondelet, al que días más tarde batió de
nuevo en Viana. Ante tales fracasos el Gobierno dividió en dos el ejército del
Norte: Osma pasó a dirigir las tropas de las provincias vascas y Espoz y Mina
para las que operaban en Navarra, donde ya se había distinguido en la guerra de
la Independencia. Pero su mando no comenzaría con buenos augurios, ya que, el 27
de octubre Zumalacárregui derrotaba a O’Doyle en Alegría, haciéndole prisionero
junto a la mayor parte de sus hombres. El intento de Osma de socorrerle culminó
en un nuevo desastre. Sin embargo, poco después la guerra parecía dar un cambio:
Córdoba derrotaba a los carlistas en Orbizu y Zúñiga y Lorenzo hacía lo propio
en Unzué. Pese a todo Zumalacárregui reunió las fuerzas que le fue posible y presentó
batalla en Mendaza a las columnas de Oráa y Córdoba con un movimiento
envolvente; pero un prematuro movimiento de Iturralde puso en evidencia sus
propósitos y sólo la rápida reacción del centro, con Zumalacárregui al frente,
pudo evitar un desastre. Un intento fallido de Córdoba y Oráa por invadir las Amezcoas
elevó la moral de los carlistas. A principios de 1835 Zumalacárregui se
enfrentaba con éxito en Ormaiztegui a varias columnas que habían logrado
coparle y poco más tarde Oráa y Lorenzo trataron de batirle sin éxito en el
Puente de Arquijas.
El 22 de febrero Zumalacárregui estrenaba su artillería
contra el fuerte de Los Arcos, en el que no logró abrir brecha, y para evitar
un fracaso permitió que la guarnición se fugara. Era la primera vez que los
carlistas se apoderaban de unos de los fuertes del enemigo. El 12 de marzo
Zumalacárregui atacó a Mina en Larremiar cuando éste se disponía a socorrer a
la guarnición de Elizondo, pero, el jefe isabelino logró zafarse del cerco. El
19 Zumalacárregui se apoderaba de Echarri-Aranaz, y la guarnición se pasó a las
filas carlistas. El 8 de abril, días después de quemar el pueblo de Lecaroz y
fusilar a varios de sus habitantes por no decirle el lugar en que los carlistas
habían ocultado un cañón, Mina presentó su renuncia, siendo enviado para
sustituirle el general Valdés. Nada más llegar Valdés con treinta y dos
batallones, se dirigió contra las Amezcoas, pero Un ejército tan grande tuvo dificultad
de movimientos, siendo hostilizado nada más penetrar en el valle, el 22 de
abril de 1835, puestas sus tropas en desbandada en el puente de Artaza, solo
pudo refugiarse en Estella. A los pocos días, merced a la mediación inglesa,
Valdés y Zumalacárregui firmaban el Convenio Elliot, por el que se ponía
fin a los fusilamientos de prisioneros y se establecía su canje periódico. La
medida suponía el reconocimiento por parte del Gobierno isabelino de que en
España había una guerra civil.
Sitiada por los carlistas Villafranca, Valdés
envió en su socorro a Oráa y Espartero,
que fueron batidos, por lo que, la guarnición capituló el 3 de junio. Tolosa, había
sido abandonada por los liberales, por lo que, los carlistas locales se
hicieron con el poder, y en días sucesivos cayeron Vergara, Éibar, Durango y
Ochandiano, quedando en poder de los legitimistas gran cantidad de armas y
municiones al tiempo que sus filas se engrosaban con muchos soldados de dichas
guarniciones. No podía ser más positivo el balance del último mes de campaña. Los
carlistas habían ganado el control militar del Norte, y los liberales, replegaron
a Miranda de Ebro el grueso de sus tropas.
Hasta entonces Zumalacárregui se habían
subordinado a las operaciones de sus enemigos. No tenía ningún interés en
conquistar ni mantener posiciones, ya que, su único fin era producir el mayor
número de bajas al ejército gubernamental, y una vez aniquilado, emprender el
camino de Madrid. Cumplido en buena medida el primero de sus designios quedaba
por ver hasta qué punto era capaz de llevar a cabo el segundo. Los ojos de
Zumalacárregui se volvieron hacia Vitoria, ya que, contaba con la complicidad
del jefe de uno de los fuertes que la defendían. Su conquista habría supuesto aumentar
el área controlada por los carlistas, al tiempo que se abrían las puertas a una
incursión por Castilla. Pero las guerras no se ganan sólo con acciones
militares, sino también con las políticas, y los ministros de don Carlos
consideraron más oportuno que se apoderara de Bilbao, pudiendo conseguir
grandes resultados diplomáticos y financieros. No opinaba lo mismo Zumalacárregui,
pero no se opuso, ni tampoco pensó que fuera una algo imposible, pues el 10 de
junio, pensaba estar en Bilbao antes de tres días. El 15 de junio, fue herido
por un balazo en la pierna cuando se encontraba contemplando las operaciones
del sitio. Insistió en ser conducido a Cegama, con resultado negativo, como
también lo fue, el empeño en dejar su curación en manos de un curandero llamado
Petriquillo, el cual, con el auxilio de varios médicos envío su alma a Dios el
24 de junio de 1835, perdiendo así don Carlos al más capaz de sus defensores. El
24 de mayo de 1836 don Carlos le concedió —con Grandeza de España— el ducado de
la Victoria, que añadiría a su denominación “de las Amézcuas” y el
condado de Zumalacárregui.
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