Diego Rodríguez de Silva y Velázquez

 

Sabemos que nació en Sevilla, aunque desconocemos la fecha exacta, aunque se sabe que fue bautizado el 6 de junio de 1599. Adoptó el apellido de su madre, algo frecuente en Andalucía. A pesar de los muchos documentos existentes sobre su vida y obra, dependemos, en gran medida, de sus primeros biógrafos. Francisco Pacheco, primero maestro y después suegro de Velázquez, en un tratado publicado en 1649, nos descubre importantes datos referidos a su aprendizaje, sus primeros años en la corte y su primer viaje a Italia.

La primera biografía completa, de Antonio Palomino, fue publicada en 1724, y está basada en unas notas biográficas redactadas por uno de los últimos discípulos del pintor, Juan de Alfaro. Palomino quién, como pintor de corte, conocía a fondo las obras de su maestro que se encontraban en las colecciones reales, además de haber tratado con personas que coincidieron, de jóvenes, con el pintor. ­Palomino nos añade mucho a la información dada por Pacheco, aportando datos de su segundo viaje a Italia, su actividad como pintor de cámara y encargado de las obras de arte para el rey. También proporciona una relación de las mercedes que le hizo Felipe IV junto con los oficios desempeñados en la casa real, y el texto del epitafio redactado en latín por Juan de Alfaro y su hermano médico, dedicado al «eximio pintor de Sevilla».

Sevilla, en tiempo de Velázquez, era una ciudad rica, centro del comercio del Nuevo Mundo, sede eclesiástica, cuna de los grandes pintores religiosos del siglo y conservadora de su arte. Según Palomino, Velázquez fue discípulo de Francisco de Herrera antes de ingresar con once años en el estudio de Francisco Pacheco, el cual gozaba del máximo prestigioso en Sevilla. Tras seis años, fue aprobado como «maestro pintor de ymagineria y al ólio, con licencia para practicar su arte en todo el reino, tener tienda pública y aprendices».

En 1618, casó con la hija de Pacheco, Juana Pacheco, de cuyo matrimonio nacieron, en Sevilla, dos hijas. Pacheco, cuando su yerno ya estaba establecido en la corte, atribuye su éxito a sus estudios, insistiendo en la importancia que tiene trabajar del natural y hacer dibujos. Por aquella época, Velázquez, tenía un joven aldeano que posaba para él, llamando la atención la repetición de las mismas caras y personas en algunas de sus obras juveniles.



Pacheco no menciona ninguna de las pinturas religiosas efectuadas en Sevilla, a pesar de que habría tenido que aprobarlas, como especialista en la iconografía religiosa y censor de la Inquisición. Aunque si menciona sus bodegones, escenas de cocina o taberna con figuras y objetos de naturaleza muerta; un nuevo tipo de composición cuya popularidad en España se debe en gran parte a Velázquez. En tales obras y en sus retratos, alcanzó la verdadera imitación de la natu­ra­le­za, siguiendo el camino de Caravaggio y Ribera. Velázquez será uno de los primeros exponentes en España del nuevo naturalismo que procedía, de alguna manera, de Caravaggio; por cierto, El aguador de Sevilla —expuesto en el Wellington Museum, de Londres— fue atribuido al gran genio italiano a  su llegada a la ­capital inglesa en 1813. El aguador de Sevilla fue una de las primeras obras en difundir el gran talento de Velázquez por la corte española. Cuando llegó a Madrid, por primera vez, en 1622, tenía la esperanza —no realizada— de pintar a los reyes. Aquel año, hizo para Pacheco, el retrato del poeta don Luis de Góngora y Argote —que podemos admirar en el Museum of Fine Arts de Boston—, que fue muy celebrado y copiado lo que, sin duda, fomentó su reputación de retratista en la capital.

Al volver a Madrid al año siguiente, llamado por el conde-duque de Olivares, realizó la efigie del joven Felipe IV, y su majestad le nombró, en seguida, pintor de cámara, el primero de sus muchos cargos palatinos. Ya no volvería a Sevilla, ni tampoco salió mucho de Madrid, salvo con ocasión de acompañar al rey y su corte. Tan solo estuvo fuera del país en dos ocasiones; la primera en Italia, en viaje de estudios y la segunda con una comisión del rey. En la corte, famosa por su extravagante ceremonial y su rígida etiqueta, pudo estudiar las obras maestras de las colecciones reales, sobre todo, los Tizianos. Como el gran genio veneciano se dedicó a pintar retratos de la familia real, de cortesanos y distinguidos viajeros, contando con la ayuda de un taller para hacer las réplicas de las efigies reales. Su primer retrato ecuestre del rey fue colocado en el lugar de honor, frente al famoso retrato ecuestre de Carlos v en la batalla de Mühlberg, pintado por Tiziano —que podemos ver en El Prado—, en la sala que fue decorada con motivo de la visita del cardenal Francesco Barberini en 1626. Su retrato del cardenal, en cambio, no gustó, por su índole «melancólica y severa», y se le tachó de solo saber pintar cabezas. A consecuencia de esta acusación se efectuó un concurso entre Velázquez y tres pintores del rey, que ganó el pintor sevillano con su Expulsión de los moriscos —hoy perdido—, si su retrato de Barberini no fue del gusto italiano, sus obras merecieron en seguida los elogios del gran pintor flamenco Pedro Pablo Rubens, cuando vino a España en 1628. Según Pacheco, ya ha­bían cruzado correspondencia los dos y colaborado en un retrato de Olivares, grabado por Paulus Pontius en Amberes en 1626, cuya cabeza fue delineada por Velázquez y el marco alegórico diseñado por Rubens.



Durante la estancia de Rubens en Madrid, Velázquez le habría visto pintar retratos reales y copiar cuadros de Tiziano. Su ejemplo inspiró, sin duda, su primer cuadro mitológico El triunfo de Baco o Los Borrachos, tema que recordaría más el mundo de los bodegones que el mundo clásico. Parece que, durante una visita a El Escorial junto a Rubens renovó su deseo de ir a Italia, partiendo en agosto de 1629. Se iba con la intención de rematar sus estudios. Cuenta Pacheco que copió a Tintoretto en Venecia y a Miguel Ángel y Rafael en el Vaticano. Pidió permiso para pasar el verano en la Villa Médicis, donde había estatuas antiguas que copiar. No ha sobrevivido ninguna de estas copias ni tampoco el autorretrato que se hizo, a ruego de Pacheco, ejecutado a la manera de Tiziano. Prueba de sus avances son los dos lienzos grandes que trajo de Roma: La fragua de VulcanoLa túnica de José, ambas de 1630, que justifican la opinión de su amigo Jusepe Martínez: «vino muy mejorado en cuanto a la perspectiva y arquitectura se refería».

De regreso en Madrid a principios de 1631 volvió a su oficio de pintor de retratos, con una grande y variada producción. Por otra parte, dirigió y participó, en la decoración del nuevo palacio del Buen Retiro, y en el pabellón de caza, la Torre de la Parada. Pronto sus trabajos adornaban el Salón de Reinos (1635), que era la sala principal del primero de estos palacios: sus cinco retratos ecuestres reales, más Las lanzas o La rendición de Breda, su contribución a la serie de triun­fos militares. La tela grande de san Antonio Abad y san Pablo, destinada al altar de una de las ermitas de los jardines del Retiro, demuestra su talento para el paisaje, destacando entre los muchos ejemplos del género traí­dos de Italia para decorar el palacio.

Para la Torre de la Parada, pintó retratos del rey, su hermano y su hijo, vestidos de cazadores, con fondos de paisaje, lo mismo que los retratos ecuestres del Buen Retiro y la Tela Real o Cacería de jabalíes en Hoyo de Manzanares (1635-1637) expuestos en la National Gallery de Londres. Pintó también para la misma Torre las ­figuras de EsopoMenipo y El dios Marte, temas apropiados al lugar y apropiados a las escenas mitológicas encargadas a Rubens.

Por esta época pintó sus retratos de bufones y enanos. Creó un aire festivo para La Coronación de la Virgen, que estaba desti­nada para el oratorio de la reina en el Alcázar. Parecido por su colorido, aunque con más ecos de Van Dyck que de ­Rubens, es el vistoso retrato de Felipe IV en Fraga, de 1643, expuesto en la Frick ­Collection de Nueva York, realizado en conmemoración de una de las más recientes victorias. Desde entonces no volvería a retratar al rey durante más de nueve años. A pesar de sus muchos problemas de todo tipo, Felipe IV no perdió su pasión por el arte ni sus deseos de seguir enriqueciendo su colección. Por esto, encargó a Velázquez que fuera de nuevo a Italia a buscarle pinturas y esculturas antiguas. El maestro, se puso en camino en enero de 1649, nada más ser nombrado ayuda de cámara del rey, llevando consigo pinturas para el papa Inocencio X, con motivo de su Jubileo.

­Este segundo viaje a Italia importantes consecuencias para su vida personal y para su carrera profesional. En Roma tuvo un hijo natural, llamado Antonio, y dio la libertad a su esclavo Juan de Pareja. En cuanto al principal motivo de su viaje, sabemos del éxito que tuvo gracias a Palomino y los documentos al respecto; también cómo se le honró al ser elegido ­académico de San Lucas y socio de la Congregación de los Virtuosos, además de ganarse el patrocinio de la curia. En cuanto a su retrato de Juan de Pareja de 1650, que se encuentra en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, Palomino cuenta cómo «a voto de todos los pintores de todas las naciones [a la vista del cuadro], todo lo demás parecía pintura, pero éste solo verdad». Pero su mayor triunfo fue granjearse el favor del papa para que le dejara retratarle, algo concedido a pocos extranjeros, retrato expuesto en la Galleria Doria Pamphilj de Roma, que le valió el apoyo del pontífice a la hora de solicitar permiso para entrar en una de las órdenes militares. Pintado en el verano de 1650, fue la admiración de Roma, existiendo múltiples copias que ha inspirado a numerosos pintores hasta el día de hoy.

A esta estancia en Italia se atribuye también La Venus del espejo, pintada entre 1650 y 1651, y expuesta en la National Gallery de Londres, y que es, el único desnudo femenino conservado de su mano. Se trata de una obra de ricas resonancias de Tiziano y de las estatuas antiguas, aunque el concepto de una diosa en forma de mujer viva es característico del maestro español, único en su tiempo.

En 1652, de vuelta en Madrid, y con el nuevo cargo de Aposentador de Palacio, Velázquez se entregó, en cuerpo y alma, al adorno de las salas del Alcázar, aprovechándose de las obras adquiridas en Italia, entre las cuales había alrededor de trescientas esculturas. En 1656, el rey le mandó llevar cuarenta y una pinturas a El Escorial, entre ellas las compradas en la almoneda londinense del malogrado monarca inglés Carlos I. Para el Salón de los Espejos, donde estaban las pinturas venecianas preferidas del rey, pintó cuatro mitologías e hizo el proyecto para el techo que, ejecuta­rían dos pintores boloñeses contratados en Italia. A pesar de esto, no dejó de pintar, encontrando nuevos modelos en la joven reina Mariana y sus hijos. La reina doña Mariana de AustriaLa infanta María Teresa, ­hija del primer matrimonio del rey, pintados entre 1652 y 1653, y expuestos en el Kunsthistorisches ­Museum de Viena, resultan muy parecidas en sus caras y figuras. Los últimos dos retratos de Felipe IV, son bien diferentes, bustos sencillos vestidos con trajes oscuros, que reflejan la caída ­física y moral del monarca.



En los últimos años de su vida, pese a su conocida flema y sus muchas preocupaciones, Velázquez añadió dos magistrales lienzos a su obra: Las hilanderas o La Fábula de Aracne, hacia 1657 y expuesto en El Prado y el más famoso de todos, Las Meninas, de 1656, también en El Prado. En ellos vemos cómo el naturalismo y el realismo del pintor sevillano, se había ido transformando, a lo largo de su carrera, en una visión fugaz del personaje o de la escena. Los pinta con toques audaces que parecen incoherentes desde cerca, aunque muy justos y exactos a su debida distancia, y se anticipa en cierto modo al arte de Édouard ­Manet y al de otros pintores del siglo XIX en los que tanta mella hizo su estilo.

Su último acto público fue el de acompañar a la corte a la frontera francesa y decorar con tapices el pabellón español en la Isla de los Faisanes para el matrimonio de la infanta María Teresa y Luis XIV, el 7 de junio de 1660. Pocos días después de su vuelta a Madrid, cayó enfermo y murió el 6 de agosto de 1660. Su cuerpo, amortajado con el uniforme de la Orden de Santiago, que se le había impuesto el año anterior, fue enterrado, según las palabras de Palomino, «con la mayor pompa y enormes gastos, pero no demasiado enormes para tan gran hombre».

Ramón Martín

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